Se tiñe la ciudad de oscura poesía. El cielo se abraza sobre sí mismo y se cubre de una frazada gris resquebrajada: aviso a los mortales para que se tapen el cuerpo con capas dobles; se viene la avalancha de lágrimas, el juego de la semana y de las sábanas, el azote interior.

Entonces revientan las gotas en las ventanas y se abren arterias de agua en los vidrios. Las baldosas abandonadas vomitan las piernas de los caminantes para afirmar su existencia.

Bendito recordatorio cotidiano de que la Tierra vive y es diminuta, bendito silbato de nuestra pequeñez. Saludos desgranados del más allá que en todo se meten y nos meten en techos siempre compartidos.

La necesidad del refugio nos galopa y nos obliga a necesitarnos. Nos acurrucamos y buscamos rebotar las sales del celeste. Los paraguas se abren y se cierran indecisos. Se acarician y se lastiman con el viento. Se rebelan y nos enfurecen. A cara mojada nos saludamos en un día nuevo, escondiéndonos del frío líquido que recuerda la vida.

¿Todos los paraguas vienen de China?

Las aguas cayentes molestan y juegan con la sorpresa. Son estorbo e invitación. Con la lluvia todas las tierras ensucian y nos marcan, todos los charcos se vuelven espejo.

A veces parece como si el rebote de la lluvia en las chapas y en los vidrios de los colectivos, que corren, refrescaran los cerebros. Como si cada lluvia refrescara las cortezas y nos penetrara con su aliento de menta y tierra. Como si cada lluvia fuera una oportunidad en la que algo se borrara de las mentes, de nuestro humor, y pudiéramos volver a empezar, en algo, con algo.

En algunas casas las rejas quedan abiertas y se saca una toalla para la visita desprevenida. Las zapatillas encharcadas estacionan en la entrada, salen al escenario los trapos de piso con su tradicional resaca de mugre y los felpudos se vuelven la estrella del momento.

Bienaventurados los hogares despreocupados y dejados sin felpudo ni picaporte. Adelante señores, embarren un poco, lo previsible. Aplaudamos a las casas sin paraguas ni precauciones pero con ojos hambrientos de sentarse a no hacer nada o a mirar la lluvia o a escucharla.

Y sin embargo. Que hay que trabajar igual. Hacer como si nada, como que aquí no ha pasado nada. Pero señores, ¡si está lloviendo a cántaros! Y llueve con globito… ¿Cómo hace uno para actuar de forma normal? ¿Cómo disimular semejante tristeza y nostalgia? ¿Cómo penetrar el día con tamaños obstáculos? ¿Cómo esquivar la invitación del cielo a la meditación solitaria y colectiva? ¿Cómo haremos, amigos, para no desear la reclusión durante todo el día?

Ante la primera gota caída debería delimitarse la región afectada y declararse de manera inmediata el asueto. La pesadez y el agobio se atenuarán de forma notable si cancelamos la carrera generalizada en las calles para que la lluvia no alcance lo que ya alcanzó. Y así los locutores no avisarán a sus mujeres que cierren las ventanas y descuelguen la ropa y todas esas cosas.

Toda persona que reciba el beneficio –o la maldición– de una gota sobre su suelo deberá tener el derecho pleno de tirarse a descansar de la vida. Sólo hará lo que se le cante y se fomentará la producción, siempre casera, de comida frita dulce en general. El mate amargo será la bebida del día, que con su carisma nos dará un abrazo de calor en la garganta gastada por un transcurrir en lavada renovación.

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